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El Espejo

Sara despertó durante las horas más oscuras de la noche, entre las dos y las cuatro, con un grito atrapado entre los dientes. Los detalles de un sueño extraño y escalofriante escaparon de su mente como agua deslizándose entre los dedos. Sara lanzó una mirada rápida alrededor del cuarto, insegura de qué esperaba encontrar; ni sonido, ni luz, ni persona atrevía a romper el silencio de la oscuridad profunda. Con una irrompible manta de inquietud en los hombros, Sara sacudió la cabeza para limpiar los recuerdos de la pesadilla y salió de la cama.
Sus pies descalzos hicieron un crujido familiar al hacer contacto con la madera del piso. Sara caminó lentamente hacía la cocina, donde llenó un vaso con agua y se apoyó contra la mesa del comedor. Sólo ha sido una pesadilla, Sara aseguró a si mismo, pero justo en este momento, un movimiento a su derecha la sobresaltó tanto que su vaso echó por el suelo. Otra vez buscó algo en el cuarto, y otra vez no encontró nada. Sara respiró profundamente y tomó una toalla de la mesa para limpiar el vidrio del piso. Agachado en el suelo, podía ver su reflexión en los fragmentos dispersados por el suelo, pero de repente tambaleó hacia atrás.
Con el corazón latiendo como tambor en su pecho, Sara volteó para enfrentar la criatura horrorosa que había visto en el vidrio, pero no esperaba verla tan cerca.
Una cara estaba casi tan cerca que su nariz la tocaba. Sara sentía que sus pies estaban pegados al suelo. Su cerebro le gritaba que debería correr, esconderse, llamar la policia, pero algo la prevenía de hacerlo. Había una familiaridad morbosa en la cara sin forma; Sara tenía un sentido fuerte de déjà vu. Como si estuviera afuera mirando su propio cuerpo moviéndose, Sara vio su mano se extenderse para tocar esta cara tan repulsiva.
El tiempo se suspendió el momento que tocó la piel de la criatura, y Sara tenía la sensación inescapable de que ya no estaba en casa. No recordaba cerrar los ojos, pero estaban cerrados, y cuando Sara finalmente reunió la valentía para abrirlos, estaba enfrentado con una escena más hermoso y más horrible que jamás podría imaginar.
El cuarto estaba vacío con la excepción de un espejo con el imagen de una criatura sin forma.

Nuestra Iglesia

Te conocí en la iglesia, en un domingo frío y seco. Tu nariz estaba rojo como tus labios, y seguro que la mía también. Cada abuelita de la ciudad estaba en esta iglesia, en este día, y quedaban dos asientos cuando llegué; preguntaba en mi cabeza qué habrías hecho para que las abuelitas dejarían los dos sitios a tus lados abiertos.
Paré al fondo de la iglesia por dos horas este domingo.
Que injusto.
Una de las abuelitas fue mi abuelita, por algún suerte, y no gasto tiempo después del servicio para susurrar:
“¿La ves? Su existencia es un pecado.”
No fue la primera vez que había escuchado estas palabras.
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Les conté en un sábado, en la cocina, mirando una mosca en la mesa.
Nadie río, y nadie gritó, pero mi madre hizo el signo del cruz, y mi abuela susurró:
“Tu existencia es un pecado.”
No lo mencionamos.
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En este domingo como hielo, quedábamos hablando afuera por dos horas. Me dolían las piernas, y me dolían las orejas, y me dolía la corazón.
Esta noche, me quedé despierta rezando hasta que me saludaba el sol.
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Precisamente una semana después, me dolían las piernas otra vez, y en el bolsillo de mi abrigo escondió tu número de teléfono. Esta noche apagué mi teléfono, y me quedé despierto rezando hasta que brillaba el sol.
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La mañana siguiente, a las ocho, pensé en tus labios, y en tu nariz, y te llamé.
Reír contigo es la toca de alas en mi estómago, y en este lunes, ya sabía que las alas que me tocaban pertenecían a un ángel.
Cuando colgué el teléfono, me dolía la garganta.
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Hoy me duelen los pulmones, que luchan para respirar,
Porque estamos en nuestra iglesia, a punto de casar
Me funcionan de maravilla las piernas, y así seguiré
Porque no hay nada tan sagrado que el amor atado a la fe.