Te conocí en la iglesia, en un domingo frío y seco. Tu nariz estaba rojo como tus labios, y seguro que la mía también. Cada abuelita de la ciudad estaba en esta iglesia, en este día, y quedaban dos asientos cuando llegué; preguntaba en mi cabeza qué habrías hecho para que las abuelitas dejarían los dos sitios a tus lados abiertos.
Paré al fondo de la iglesia por dos horas este domingo.
Que injusto.
Una de las abuelitas fue mi abuelita, por algún suerte, y no gasto tiempo después del servicio para susurrar:
“¿La ves? Su existencia es un pecado.”
No fue la primera vez que había escuchado estas palabras.
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Les conté en un sábado, en la cocina, mirando una mosca en la mesa.
Nadie río, y nadie gritó, pero mi madre hizo el signo del cruz, y mi abuela susurró:
“Tu existencia es un pecado.”
No lo mencionamos.
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En este domingo como hielo, quedábamos hablando afuera por dos horas. Me dolían las piernas, y me dolían las orejas, y me dolía la corazón.
Esta noche, me quedé despierta rezando hasta que me saludaba el sol.
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Precisamente una semana después, me dolían las piernas otra vez, y en el bolsillo de mi abrigo escondió tu número de teléfono. Esta noche apagué mi teléfono, y me quedé despierto rezando hasta que brillaba el sol.
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La mañana siguiente, a las ocho, pensé en tus labios, y en tu nariz, y te llamé.
Reír contigo es la toca de alas en mi estómago, y en este lunes, ya sabía que las alas que me tocaban pertenecían a un ángel.
Cuando colgué el teléfono, me dolía la garganta.
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Hoy me duelen los pulmones, que luchan para respirar,
Porque estamos en nuestra iglesia, a punto de casar
Me funcionan de maravilla las piernas, y así seguiré
Porque no hay nada tan sagrado que el amor atado a la fe.